diumenge, 11 de setembre del 2011

Antieros


Comenzar por los cuartos. Barrer cuidadosamente con una escoba mojada el tapete (un balde con agua debe acom­pañar ese tránsito desde la recámara del fondo y por las otras recámaras hasta el final del pasillo). Recoger la basura una pri­mera vez al terminar la primera recámara y así sucesivamente con las otras. Regresar a la primera recámara, la del fondo, y quitar el polvo de los muebles con una franela húmeda pero no mojada. Sacudir sábanas y cobijas y tender la cama. La colcha debe cubrir la almohada, bajo la cual se pone el pijama o el camisón del durmiente. Poner en orden las sillas y otros ob­jetos que pudieran haber sido desplazados de su sitio la víspe­ra (siempre hay una víspera que "produce" una marca que hay que subsanar). Un primer recorrido habrá permitido rescatar vasos, tazas, botellas, ropa sucia, depositados sucesivamente en la cocina y el lavadero. Pasar al segundo cuarto que ya ha­brá sido barrido como los otros, el pasillo, y los baños que dan a él. Repetir allí las acciones llevadas a cabo en el anterior: sa­cudir el polvo, airear las sábanas y cobijas, tender la cama con las sábanas bien estiradas (el pliegue es un enemigo), alisar la almohada luego de esponjarla, entrar bien las sábanas y cobi­jas debajo del colchón; en el ángulo de cada uno de los pies, la ropa de cama debe ser entrada en dos etapas, primero ha­cia la derecha y luego hacia la izquierda y viceversa –depende del lado en cuestión– para formar un pico que se correspon­derá geométricamente con el ángulo. El estado óptimo: la ten­sión del lienzo debe ser como la de los bastidores del bordado. En el tercer cuarto predisponerse a tender una cama matrimonial; calcular por lo tanto los movimientos para eco­nomizar el máximo de tiempo posible. La operación de entrar la sábana de abajo y luego la segunda sábana debe hacerse, más allá de toda lógica, por separado; la astucia de plegarlas juntas produce un efecto que no deja dormir en toda la noche. La economía debe consistir, más bien, en agotar el mayor número de operaciones en un lado antes de pasar al otro. Una vez finalizada la etapa de la limpieza y arreglo de las recáma­ras echar un visto a cada una para ajustar cualquier detalle que hubiera podido ser dejado de lado; corregirlo; dejar apenas entreabiertas las persianas, la ventana entornada, las cortinas corridas. Gozar un instante, por turno, en el vano de la puer­ta de cada habitación, el quieto resplandor que segrega el in­terior en la semipenumbra. En los baños, tallar con pulidores especiales todo lo que sea mayólica y azulejos. Abrir la llave del agua caliente para lograr vapor, el mejor limpiador de es­pejos. Frotar y frotar hasta sacar brillo, aromatizar con pro­ductos especiales –nunca con el puro cloro, que despide olor a miseria–; reacomodar jabones, jaboneras, botellas de cham­pú, de acondicionadores, potes de crema y cosméticos, dejando fuera de los botiquines la menor cantidad de elementos. Doblar correctamente las toallas, combinando entre la de ba­ño y la de la cara, el color más afín. (Quien limpia no debe mirarse en el espejo.) Fregar el piso, verificar si falta papel, no dejar un solo pelo en ninguno de los artefactos del baño, ni siquiera en los peines y cepillos. Pasar luego a la sala. Recoger todo lo que esté tirado, barrer con un escobillón y pasar des­pués una franela con algún lustrador, solamente para rectifi­car el encerado (tarea que debe realizarse una vez por mes en forma total y que diariamente sólo admite un retoque); qui­tar con un plumero el polvo de los libros y de las hojas de las plantas (éstas también requieren una limpieza profunda cada diez o más días); reubicar, ordenar, meticulosamente dar cier­ta armonía a la disposición de los objetos sobre los estantes, los aparadores, los trinchantes, las vitrinas y todo el mobilia­rio; sacudir los cortinados, darles aire para que queden renovados, con una buena caída. Dar forma a los cojines, estirar perfectamente las alfombras y las carpetas; poner un gran cui­dado en regar las plantas sin desparramar agua. Quitar el pol­vo de los marcos de los cuadros; si hubiera una mancha sobre los vidrios rociarlos con un poquito de limpiador ad-hoc y pa­sar encima una gamuza seca; sacudir también los vanos de las puertas y ventanas, los alféizares, las alfarjías; con un cepillo sacar la tierra de las alforzas. Con un estropajo seco sacarle brillo al parquet. Si los cobres y platas estuvieran tristes darles una pasadita con Silvo; si las caobas tuvieran la palidez de la depresión, levantarlas con un poco de lustrador. En el sillón más muelle, el de pana verde de preferencia, tenderse unos instantes con un pequeño cojín en el cuello y, desde ese lugar, entregarse a la visión de un espacio deslumbrante, con las cor­tinas a medio cerrar y las ventanas abiertas que dejan pasar, por entre las plantas y los linos, una brisa llena de aromas. En­tretanto habráse puesto en el fuego a hervir un agua, no cual­quier agua, sino la justa y necesaria para echar los huesos del puerco con algunas verduras pertinentes: cebollas de verdeo, hinojos, apio, culantro, tomillo, laurel y mejorana: esta agua hierve a olla y puerta cerrada, lejos de esa atmósfera pura de limpieza que exalta los sentidos en la sala, a mediados del día, cuando la gente se esmera en sus oficinas o se desespera en sus automóviles yendo a las citas de negocios. La brisa ondea el voile pero apenas consigue mover las cortinas, anudadas con un cordón dorado a cada lado del ventanal, en bandeaux. Sa­carse los zapatos para sentir la frescura cálida del terciopelo. Llevar la mano derecha suavemente desde la pantorrilla hasta el muslo y acariciarla, confirmando que esa piel puede perfec­tamente competir con la pana; no subir más arriba la mano; desprenderse la blusa y dejar unos momentos los pechos al ai­re, erguirse y, con la mano en jarras, mirarse el perfil en el es­pejo del fondo de la vitrina, por entremedio de las copas de cristal. Salir de la sala y, previamente, cerrar la camisa, aboto­narla y reacomodar los pliegues de la falda bajo el delantal. Entrar en la cocina, humeante por los huesos que hierven a todo vapor en la olla y cuyo destino es sólo convertirse en ba­se para algún otro manjar. Echar el polvo detergente en un re­cipiente de plástico, el que se usa de costumbre, y hacer una mezcla espumosa con agua caliente; lavar los trastos del desa­yuno: tazas, jarritas, cucharas, cuchillos, platos, todo lo que hubiese sido retirado de la mesa y acumulado en la pileta. Pensar una vez más, como todos los días, que es una lástima no poder usar guantes de hule, aceptando, por consiguiente, el deterioro que los detergentes producen en la piel (hongos incluidos); usar las fibras que el objeto requiera: zacate, lana de aluminio o simplemente esponja. No dejar el trapito que se usa para secar la mesada colgado del mezclador de agua; no queda bien en el orden de la cocina. Limpiar las hornallas, raspar, pulir, frotar hasta dejar todo como un espejo. Sobre los azulejos, pasar un trapo con limpiador en polvo; ir acumulando la basura en un bote pequeño, que después será volcada en el mayor, debidamente protegido con una bolsa grande de plástico o con un forro de papel de diario confeccionado a esos efectos. Pasar el trapo por el piso; una y dos veces, escu­rriendo y chaguándolo cada vez. Ordenar, sobre todo ordenar; guardar en los armarios todo lo que esté afuera; reacomodar las cosas en el refrigerador. Saber, por ejemplo, que una beren­jena, como en el viejo cuento, puede estar arrinconada en el fondo, como bola de toro de exportación; que las zanahorias pueden tener un destino fálico, arrojadas a la puerta de un lu­panar y recubiertas de un opaco preservativo; que los pepinos pueden servir a la muchacha de las historias inmorales en sus ceremonias narcisistas; que el hongo más lúbrico no puede compararse con la morilla que el profesor de lingüística fran­co ruso le propuso a su colega franco alemana en una sesión amorosa vegetal; que las verduras y las frutas —salsifíes, nabos, mangos paraíso y petacones, semillas de mamey, chiles an­chos, pasillas y mulatos, chilacayotes y chayotes, pitayas y camotes— pueden ser el contenido secreto de la valija del viajante que anda de pueblo en pueblo ofreciéndose para ciertas prácticas que responden a vicios particulares.
Saber todo esto, mientras la olla echa humos que ascien­den al tuérdano, aunque ese tuérdano haya sido reemplazado por una enorme campana con luces y tragaires que le chupan la conciencia a los alimentos. Después arremeter con la cebo­lla, la reina, picarla pertinazmente desde arriba e ir logrando los pedazos más diminutos con ese sistema que, por milagro, puede hasta hacerla desaparecer bajo la hoja del cuchillo; rehogarla en el fuego lentamente, dejando apenas que se dore. Sobre esa base construir el gran edificio, con la carne dejada en pesadumbre durante noche y día, los jitomates, los ajos quemados hasta la extenuación para extraerles toda el alma, la sustancia hecha papilla (¿por qué los ajos tienen que desapa­recer? ¿por qué?), las hierbas, ajedrea predominante, y la copi­ta que se bebe a medida que con ella y otra y otra se alimenta el cuerpo receptivo de la carne por impregnación, macera­ción, "mijotage". El tiempo transcurre agigantando los granos del arroz, creando espumas suplementarias en la superficie del caldo, dejándose invadir por los olores de las hierbas cada vez más despojadas de su esencia, meros tallos, escasas nervaduras que intentan sobrevivir al máximo de sí que se les exprime. Nadie, ningún extraño puede irrumpir en esta sesión en la que todo se hace por hábito pero en la que cada detalle em­pieza de pronto a cobrar un sentido muy peculiar, de objeto en sí, de objeto que se dota de una existencia propia, para no decir prodigiosa. El aceite cubre la superficie de los aguacates pelados, resbala por su piel y se chorrea sobre el plato; el ajo expulsado de su piel con el canto del cuchillo deja aparecer una materia larval; la sangre brota de la carne y, correlativamente, produce una segregación salival en la boca; el limón despide sus jugos apretado por los dedos; la piel de los garban­zos se desliza entre los dedos y el grano sale despedido sobre la fuente; la leche se espesa en la harina de la salsa; el huevo sale de su cáscara y deja ver su galladura; la pasta amasada en forma de cilindro se estira sobre la mesa y rueda bajo la pal­ma de la mano; al calamar le salta, por acción de los dedos, una uña transparente de su mero centro; a la sardina le brota un pececito del vientre; la lechuga expulsa su cogollo. Volver a desabotonarse la blusa y dejar los pechos al aire y, sin mu­chos preámbulos, como si se frotara con alguna esencia una endivia o se sobara con algún aliño el belfo de un ternero, cu­brir con un poquito de aceite los pezones erectos, rodear con la punta del índice la aureola y masajear levemente cada uno de los pechos, sin restablecer diferencias entre los reinos, mez­clando incluso las especies y las especias por puro afán de ve­rificación, porque en una de esas a los pezones no les viene bien el eneldo, pero sí la salvia. Dejar que los fuegos ardan, que las marmitas borboteen sus aguas y sus jugos y que la campana del tuérdano absorba como un torbellino los vahos. Apagar y, en el silencio, percibir con absoluta nitidez el ruido de la transformación de la materia. Rememorar que adentro, todo está listo, que no hay nada que censurar, que en cada si­tio por el que pasaron las escobas y los escobillones, las jergas y los estropajos, todo ha quedado reluciente, invitando al reposo y a la quietud del mediodía; confirmarse también, y una vez más que, salvo algún proveedor a quien no hay que abrirle, nadie vendrá a interrumpir la sesión hasta casi las cuatro de la tarde. Poner, no obstante, el pestillo de seguridad en la puerta; quitarse lisa y llanamente la blusa y, después, la falda. Quedarse sólo con el delantal, mientras, con diferentes cucha­ras, probar una y otra vez, de una olla y la otra, los sabores, rectificándolos, dándoles más cuerpo, volviendo más denso su sentido particular. Con el mismo aceite con que se ha freído algunas de las tantas comidas que ahora bullen lentamente en sus fuegos, untarse la curva de las nalgas, las piernas, las pan­torrillas, los tobillos; agacharse y ponerse de pie con la preste­za de alguien acostumbrado a gimnasias domésticas. Reducir aún más los fuegos, casi hasta la extinción y, como vestal, pa­rarse en medio de la cocina y considerar ese espacio como un anfiteatro; añorar la alcoba, el interior, el recinto cerrado, prohibidos por estar prisioneros del orden que se ha instaurado unas horas antes. Untarse todo el cuerpo con mayor meti­culosidad, hendiduras de diferentes profundidades y carácter, depresiones y salientes; girar, doblarse, buscar la armonía de los movimientos, oler la oliva y el comino, el caraway y el curry, las mezclas que la piel ha terminado por absorber trastornando los sentidos y transformando en danza los pasos cada vez más cadenciosos y dejarse invadir por la culminación en medio de sudores y fragancias.


[Tununa Mercado]

dilluns, 2 de maig del 2011

Laberinto

Laberinto, de Leonora Carrington



... de algún modo es natural que sea así dado que yo y vos (...) somos gente complicada, o más exactamente laberíntica. A pesar de esto último, no soy confusa y sé perfectamente lo que quiero y lo que no quiero, lo cual, a veces, es una desgracia (tampoco imagines, por lo que digo, que soy mental, pues soy lo contrario)...



[Alejandra Pizarnik]
cartas a Antonio Beneyto

dijous, 14 d’abril del 2011

La manzana en la oscuridad

"... En realidad, concluyó muy interesado, sólo había imitado la inteligencia, con aquella falta esencial de respeto que hace que uno imite. Y con él, los millones de hombres que copiaban con enorme esfuerzo la idea que se tenía de un hombre, junto a los millares de mujeres que copiaban atentas la idea que se tenía de una mujer y millares de personas de buena voluntad que copiaban con esfuerzo sobrehumano su propia cara y la idea de existir; por no hablar de la concentración angustiada con que se imitaban actos de bondad o de maldad, con una cautela diaria para no resbalar hacia un acto verdadero, y por lo tanto incomparable, y por lo tanto inimitable, y por lo tanto desconcertante. Y mientras tanto, hay alguna cosa vieja y podrida en algún lugar inidentificable de la casa, que nos hace dormir inquietos, y la incomodidad es la única advertencia de que estamos copiando, y nos escuchamos atentos bajo las sábanas. Pero tan distanciados estamos por la imitación, que aquello que oímos nos llega tan sin sonido como si se tratase de una visión invisible, como si estuviese en una tiniebla tan compacta que las manos serían inútiles. Porque incluso la comprensión imitan las personas. La comprensión que nunca había sido más que lenguaje ajeno y palabras.
          Pero quedaba la desobediencia..."


[Clarice Lispector]

dijous, 7 d’abril del 2011

Los nadies

Sueñan las pulgas con comprarse un perro y sueñan los nadies con salir de pobres, que algún mágico día llueva de pronto la buena suerte, que llueva a cántaros la buena suerte; pero la buena suerte no llueve ayer, ni hoy, ni mañana, ni nunca, ni en lloviznita cae del cielo la buena suerte, por mucho que los nadies la llamen y aunque les pique la mano izquierda, o se levanten con el pié derecho, o empiecen el año cambiando de escoba.
Los nadies: los hijos de los nadies, los dueños de nada.
Los nadies: los ningunos, los ninguneados, corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos, rejodidos:
Que no son, aunque sean.
Que no hablan idiomas, sino dialectos.
Que no profesan religiones, sino supersticiones.
Que no hacen arte, sino artesanía.
Que no practican cultura, sino folklore.
Que no son seres humanos, sino recursos humanos.
Que no tienen cara, sino brazos.
Que no tienen nombre, sino número.
Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local.
Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata.


[Eduardo Galeano]

dilluns, 4 d’abril del 2011

diumenge, 3 d’abril del 2011

El amor te convierte en rosal...

El amor te convierte en rosal
y en el pecho te nace
esa espina robusta como un clavo
donde el demonio cuelga su uniforme.

Al tocar lo que amas te quemas los dedos,
y sigues, sigues, sigues hasta abrasarte todo;
después,
              ya en pie de nuevo,
tu cuerpo es otra cosa,
...es la estatua de un héroe muerto en algo,
al que no se le ven las cicatrices.


[Gloria Fuertes]

dilluns, 28 de març del 2011

Una traición mística



He aquí al idiota que recibía cartas del extranjero. 
(Eluard)


Hablo de una traición, hablo de un místico embaucar, de la pasión de la irrealidad y de la realidad de las cartas mortuorias, de los cuerpos en sudarios y de los retratos nupciales.
Nada prueba que no clavó agujas en mi imagen, hasta resulta extraño que yo no le haya enviado mi fotografía acompañada de agujas y de un manual de instrucciones. ¿Cómo empezó esta historia? Es lo que quiero indagar pero con voz solamente mía y eliminando todo designio poético. No poesía sino policía.
Como una madre que no quiere dejar irse de sí a su niño que ya está nacido, así su absorción silenciosa. Yo me arrojo en su silencio; yo ebria de presentimientos mágicos acerca de una unión con el silencio.
Recuerdo. Una noche de gritos. Yo subía y no tenía posibilidad de arrepentirme; subía cada vez más alto sin saber si llegaría a un encuentro de fusión o si me quedaría toda la vida con la cabeza clavada en un poste. Era como tragar olas de silencio, mis labios se movían como debajo del agua, me ahogaba, era como si estuviera tragando silencio. En mí éramos yo y el silencio. Esa noche me arrojé desde la torre más alta. Y cuando estuvimos en lo alto de la ola, supe que eso era lo mío, y aun lo que he buscado en los poemas, en los cuadros, en la música, era un ser llevada a lo alto de la ola. No sé cómo me abandoné, pero era como un poema genial: no podía no ser escrito. ¿Y por qué no me quedé allí y no morí? Era el sueño de la más alta muerte, el sueño de morir haciendo el poema en un espacio ceremonial donde palabras como amor, poesía y libertad eran actos en cuerpo vivo.
A esto pretende el silencio.
Crea un silencio en el que yo reconozca mi lugar de reposo cuando la prueba de fuego de su afección tuvo que haber sido mantenerme lejos del silencio, tuvoque haber sido vedarme el acceso a esa zona de silencio exterminador.
Comprendo,de nada sirve comprender, a nadie nunca le ha servido comprender, y sé que ahora necesito remontarme a la raíz de esa fascinación silenciosa, de esa oquedad que se abre para que yo entre, yo el holocausto, yo la víctima propiciatoria. Su persona es menos que un fantasma, que un nombre, que vacío. Alguien me bebe desde la otra orilla, alguien me succiona, me abandona exangüe. Estoy muriendo porque alguien ha creado un silencio para mí.
Fue un trabajo magistral, una infiltración retórica, una lenta invasión (tribu de palabras puras, hordas de discursos alados). Voy a intentar desenlazarme, pero no en silencio, pues el silencio es el lugar peligroso. Tengo que escribir mucho, que plasmar expresiones para que poco a poco se calle su silencio y entonces se borre su persona que no quiero amar, ni siquiera se trata de amor sino de fascinación imponderable y en consecuencia indecible (acercarme a la dura, a la blanda niebla de su persona lejana, pero hunde el cuchillo, desgarra, y un espacio circular hecho del silencio de tu poema, el poema que escribirás después, en el lugar de la masacre). No es más que un silencio, pero esta necesidad de enemigos reales y amores mentales, ¿cómo la comprendió desde mis cartas? Un juego magistral.
Ahora mis pasos de loba ansiosa en derredor del círculo de luz donde deslizan la corespondencia. Sus cartas crean un segundo silencio más denso aún que el de sus ojos desde la ventana de su casa frente al puerto. El segundo silencio hecho de falta de cartas. También hay el silencio que oscila entre el segundo y el tercero: cartas cifradas en las que dice para no decir. Toda la gama de los silencios en tanto de ese lado beben sangre que siento perder de este lado.
 No obstante, si no existiera esta correspondencia vampírica, me moriría de falta de una correspondencia así. Alguien que amé en otra vida, en ninguna vida, en todas las vidas. Alguien a quien amar desde mi lugar de reminiscencias, a quien ofrendarme, a quien sacrificarme como si con ello cumpliera una justa devolución o restableciera el equilibrio cósmico.
Su silencio es un útero, es la muerte. Una noche soñé una carta cubierta de sangre y heces; era en un páramo y la carta gemía como un gato. No. Voy a romper el hechizo. Voy a escribir como llora un niño, es decir: no llora porque esté triste sino que llora para informar, tranquilamente.


[Alejandra Pizarnik]